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MODERACION
jueves, 22 de septiembre de 2011
Es hora de que la razón impere sobre las pasiones (LPG)
Se habla de unidad nacional, de entendimientos intersectoriales, de políticas de Estado; pero cuando se tocan fibras sensibles, las pasiones vuelven a mostrarse al rojo vivo.
En cualquier ámbito de la actividad humana, el imperio de las pasiones y su correspondiente arbitrariedad acarrean serios peligros, y pueden generar grandes daños, sobre todo cuando se está en el área de algún tipo de poder. Y si esto es así en términos generales, el fenómeno presenta aún más connotaciones negativas al darse en los planos institucionales. La democracia bien vivida es, por naturaleza, un ejercicio constante de racionalidad, que permite asegurar el imperio de la ley, la constante construcción de equilibrios y el desempeño afectivo de las facultades y atribuciones que la misma ley establece. Por eso es requisito indispensable para que la democracia funcione con la salud debida y con la adecuada atención al bien común que haya un permanente ejercicio de racionalidad institucional, que se imponga sobre los intereses y las pasiones de los individuos, grupos o sectores.En nuestro ambiente institucional, lo que estamos viendo al respecto en estos precisos momentos resulta de veras preocupante, y debería no sólo mover a un replanteamiento de actitudes en los actores políticos y gubernamentales, sino también a la seria reflexión ciudadana. En una coyuntura especialmente difícil del proceso nacional, con un cúmulo de problemas cada vez más sensibles y delicados, como la inseguridad, la falta de crecimiento económico, la problemática financiera en el sector público, las beligerantes demandas laborales en dicho sector, entre otros, se vuelve aún más grave que la institucionalidad siga dando muestras de estar fuera de control.
Pongamos dos ejemplos palpitantes de estos últimos días: el exabrupto del Tribunal Supremo Electoral en lo referente a la cancelación de dos partidos políticos a partir de la respectiva sentencia de inconstitucional dictada por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Aquí no se trata de entrar en el fondo del asunto por resolver, ni de defender ninguna posición en particular, sino de señalar una decisión institucional del Tribunal, que con el presunto propósito de zanjar el problema derivado de las diferencias internas, toma una medida prácticamente de hecho, sin el menor reparo en saltarse el procedimiento legal. El argumento pareciera ser: la indefinición es un estorbo; y entonces hay que cortar por lo sano, sin fijarse en nada más. ¿Dónde queda siquiera el mínimo respeto a los procedimientos establecidos, que es una de las bases de la seguridad jurídica?
El otro caso es la situación imperante en la Corte Suprema de Justicia, donde hay una división que no sólo es impropia de la jerarquía del máximo tribunal de la República, sino que se vuelve altamente perjudicial para el buen desempeño de la justicia, en una etapa en que el imperio real y efectivo de la ley constituye uno de los requisitos más importantes para el avance de la democratización nacional. Esa división se va manifestando prácticamente en todos los asuntos de la dinámica colegiada. Hoy es el tema de la depuración judicial. Acusaciones van y vienen, y entretanto el que sufre es el sistema y, en definitiva, el interés ciudadano.
Pero estos casos son sólo ejemplos, porque el dominio de las pasiones se viene dando en casi todos los órdenes. Se habla de unidad nacional, de entendimientos intersectoriales, de políticas de Estado; pero cuando se tocan fibras sensibles, las pasiones vuelven a mostrarse al rojo vivo. Es hora de que la razón asuma, en buena ley, la preeminencia que le corresponde.

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